La nobleza inca cusqueña, respondió a esta crisis en forma colectiva, se vieron forzados a distanciarse de la potencia política del simbolismo inca (de grupos rebeldes), redoblaron sus esfuerzos por construir su propia identidad colectiva, autorrepresentándose como pilares de la Corona y de la Iglesia. Se describieron como una entidad integrante del estado español, alejándose lo más posible de Túpac Amaru II.
Así como, la nobleza cusqueña luchaba por conservar su rango social, también Túpac Amaru II, luchaba por mantenerse en la élite cusqueñas, es así, que en el año de 1777, se trasladó a Lima, con el propósito de litigar por su reconocimiento como Marqués de Santiago de Oropesa. La elevación al Marquesado de Oropesa era la prueba decisiva para la sucesión en un supuesto trono inca, es decir, para ser reconocido social y oficialmente como heredero y descendiente directo del último inca (Túpac Amaru I). Túpac Amaru I, anhelaba este título, debido al poco atractivo de su procedencia como caique menor, y mestizo, un título como Marqués pudo ser el prerrequisito para que la nobleza inca sobreviviente lo acogiera.
La identidad inca de Túpac Amaru II. Asumió creciente importancia en los años inmediatos a la Rebelión, pero aún en el apogeo de la contienda seguía dirigiendo su mirada con nostalgia hacia sus raíces criollas, los testimonios contemporáneos manifiestan que hablaba latín y se vestía en un fino estilo español. Túpac Amaru II, intentó relacionarse con los criollos, al comienzo de la rebelión escribió a los Ugarte, una destacada familia criolla, para con cuyos dirigentes utilizó el saludo de “hermano”. Posteriormente, explicó que con esto había querido aludir a sus líneas de sangre inca y, a decir verdad, utilizó el mismo saludo en sus comunicaciones con el cacique realista Eugenio Sinanyuca, entonces su rival dentro de la provincia de Tinta. Debe destacarse que ningún miembro de la élite criolla respaldó abiertamente su rebelión.
Lo que debe haber sido una disminuida esperanza de un rotundo apoyo criollo recibió el tiro de gracia durante el sitio de Cusco (5 y 8 de enero 1781). Cuando el insurgente se enfrentaba a una enconada defensa criolla, atrapada bajo una lluvia torrencial que duró días, el componente criollo del ejército rebelde se retiró llevándose la mayor parte del armamento. Se trató de un motín total, empeorado porque cuando los desertores regresaron a su base en Sicuani ― de hecho eran la milicia local de Tinta― anunciaron una contrarrebelión. Con sus ambiciones irreparablemente destruidas, Túpac Amaru lanzó represalias contra los criollos de Sicuani, de las que ninguno parece haber sobrevivido. Es aquí cuando los testimonios contemporáneos ― algunos provenientes del campo rebelde― subrayan que el caudillo ordenó a sus tropas no dejar vivo a un solo criollo e, irónicamente, a ningún mestizo, cuando anteriormente sus órdenes habían sido las de matar únicamente a los españoles peninsulares. Esta decisión distó mucho de sus anteriores pronunciamientos y decretos, en los que llamaba a sus “amados criollos” a unirse al estandarte rebelde, insistiendo en que representaba sus intereses. Si en parte se trató de una estrategia para reclutarlos, tal vez con la segunda intención de neutralizar a los criollos que se mantenían hostiles o dudosos de sus intenciones, también cabe la posibilidad de que tales frases no hubieran sido del todo insinceras.
Sin embargo, existen indicios de que el desencanto de Túpac Amaru con su identidad hispánica y sus “amados criollos” precedía a su rebelión. Su fracaso en el juicio por la sucesión al Marquesado parece haber mermado su aprecio por el sistema judicial español. Posteriormente él mismo admitió que su lucha fue en cierta medida motivada por “la poca justicia” que había recibido en Lima. Insistía, aludiendo al fallo no unánime de la Real Audiencia, en que su derecho a la sucesión había sido reconocido. Además, el litigio debió haber erosionado sus relativamente modestos recursos. Por una parte, la administración de la justicia era lenta y pesada, y por otra, parece que Túpac Amaru residió en Lima durante gran parte de 1777, lo cual en sí constituyó un costoso ejercicio al que se agregaron además los pagos a abogados y notarios.
A lo anterior debe añadirse el costo de oportunidad del abandono de su oficio de arriero durante ese lapso, aunque es posible que tales gastos hubieran sido sufragados en parte por algunos familiares. Quedan varias muestras de que trató de recuperar sus pérdidas: los recibos de impuestos por el mes de diciembre de 1777 indican que a su regreso al Cusco había llevado consigo unos 30,000 pesos de textiles. Sin embargo, en ese preciso momento el Virreinato fue objeto de una cantidad de importaciones sin precedentes, por lo que el mercado estaba saturado y, por ende, es posible que la mayor parte de las mercancías de Túpac Amaru no se hubieran vendido. Cabe agregar que a partir de 1778 y hasta el comienzo de la rebelión en noviembre de 1780, hubo un enorme incremento en el volumen de ventas de mercancías forzadas por parte de los gobernantes de provincia, siendo el Corregidor de Tinta, en la provincia de Túpac Amaru, uno de los causantes principales. Por este motivo, es muy probable que las mercancías traídas de Lima se quedaran sin vender o se vendieran a un precio risible. Sin duda esta clase de experiencias tiende a engendrar la alienación política.
Retornando al reclamo de Túpac Amaru II, sobre el Marquesado de Oropesa, los nobles cusqueños, organizado en la institución “Los Veinticuatro Electores del Alférez Real”, refutaron el reclamo de José Gabriel Túpac Amaru de ser “rama principal” de la descendencia inca, y la vehemente oposición de dicho Colegio a su rebelión. Después de la aplastante derrota del caudillo, los nobles incas no podían menos que negar su participación en la rebelión y proclamar su lealtad al Monarca. De hecho, varios nobles destacados habían apoyado con distinción la causa real, algunos de ellos pereciendo en batalla, sobresaliendo el noble cacique de Oropesa, Pedro Sahuaraura, quien murió en los tempranos días del conflicto en la quema de la iglesia de Sangarará. Tal evidencia se constata en la objeción que estos interpusieron durante el juicio entre José Gabriel Túpac Amaru y Diego Felipe Betancur Túpac Amaru, en el que cada cual reclamaba ser descendiente de la nobleza inca y, por consiguiente, sucesor por derecho al Marquesado de Oropesa. Tras la muerte de Betancur, Vicente José García, hijo político del primero, se convirtió en su adversario, loss mismos electores compartían la antipatía de Túpac Amaru por García. Cuando en 1783 el Corregidor del Cuzco pidió a los electores presentar confirmación escrita de su nobleza, estos declararon que les era imposible cumplir con la demanda, ya que García los había engañado para separarlos de sus títulos, También agregaron que aun antes de la rebelión habían informado a la Corona que José Gabriel Túpac Amaru no tenía derecho a llevar la mascapaicha. El que la utilizara durante el curso de la sublevación equivalía a un sacrilegio, pues se apropió de su símbolo más sagrado.
La intervención de los electores en el pleito a favor de Betancur y su consecuente rechazo a las pretensiones de José Gabriel fueron categóricos. Aparte de poner en duda su autenticidad como cacique, los electores subrayaron que Túpac Amaru era forastero, provinciano, mestizo e hijo de un don nadie y de una “india” del común.
Hasta su identidad como “cacique de pueblos” ―en todo caso un cargo modesto― fue puesta en duda por los electores; en efecto, Túpac Amaru había sido cesado en su cargo por el Corregidor de Tinta en 1778 ―este era el meollo de su disputa con Esteban Zúñiga, quien por un tiempo ocupó interinamente el cacicazgo―. Rechazado por la elite indígena, Túpac Amaru no parece haber corrido mejor suerte a manos de la elite criolla, muy aparte del trato que le dieron los jueces de la Real Audiencia. El mismo Túpac Amaru admitió que fue tratado con burla, ignorado, amenazado y vejado por sucesivos corregidores de Tinta. En los primeros días de la rebelión intentó congraciarse con los Ugarte, con el Obispo del Cusco y con el prestigiado cacique del cercano Coporaque, Eugenio Sinanyuca; ninguno de los cuales parece haberle prestado atención, al menos públicamente. Túpac Amaru no logró despertar el reconocimiento ni el respeto a los que se creía con derecho en virtud de su ascendencia inca. Simple y sencillamente, su muy particular percepción de su propia identidad no fue reconocida en la esfera pública.
Túpac Amaru no solo trató de infiltrarse en la nobleza, sino que trató de pasar completamente por alto al colegio electoral. Mientras que existen pocas dudas de que era descendiente de incas, no hay pruebas de que perteneciera a ninguna panaca o “casa”; de haber sido así, lo más seguro es que hubiera tratado de lograr preeminencia a través del colegio electoral. De hecho, aun antes de la Rebelión su propia identidad multifacética se convirtió en una amenaza contra la identidad individual y colectiva de los electores y, por consiguiente, contra la de todos los nobles incas sobrevivientes de la ciudad y cercado del Cuzco.
CONCLUSIONES:
Con esta información, se pretende dar a entender, que tras la lucha de Túpac Amaru por defender a los andinos, de los diversos abusos cometidos por los invasores, también, existieron, asuntos personales, por los cuales luchaba, asimismo, Túpac Amaru II, imaginaba por entero una nueva comunidad. Su visión emanaba del mismo pasado dorado, pero se enfocaba hacia adelante, a un futuro diferente controlado por los colonizados, quienes en lo sucesivo estarían en libertad de construir un nuevo incario. La nobleza inca veía su futuro en base al “futuro pasado”. Mientras Túpac Amaru buscaba una transformación.